A 45 años de su llorada partida,
recordamos al cantante mexicano
Javier Solís y sus lazos con Puerto Rico 
 
Por Miguel López Ortiz
KooltourActiva
 

Durante el primer lustro de la década de los ‘60, Javier Solís era el cantante mexicano más exitoso en ventas de discos y de mayor poder de convocatoria a espectáculos entre sus compatriotas. Superaba, en ambos renglones, a todos los ídolos del movimiento nuevaolero quienes también disfrutaban de gran fuerza en el fervor popular y se mantendría latente en la preferencia del público aun después de su prematura e inesperada desaparición física, acontecida en Ciudad de México, el 19 de abril de 1966. Su fama trascendió a toda América.

Su nombre verdadero era Gabriel Siria Levario. Nació en Nogales, Sonora, el 1 de septiembre de 1931. De origen muy humilde, fue criado por su tío materno Valentín Levario Plata y la esposa de éste, Ángela López, en el municipio de Tacubaya, en el Estado de México. Su vida tuvo matices novelescos. En determinados momentos ejerció los oficios de carnicero y panadero. Incluso, fue boxeador combatiendo en el peso welter. De ahí que, a lo largo del resto de su vida, pugilistas como Octavio «Famoso» Gómez, José Medel, Ricardo «Pajarito» Moreno, Jesús «Chucho» Pimentel y quienes llegaron a ostentar campeonatos mundiales Raúl «Ratón» Macías, José Ángel «Mantequilla» Nápoles, Vicente Saldívar y Efrén «Alacrán» Torres se contaran entre sus amigos más allegados.

Dotado de una voz bellísima y emotiva, pasó a la historia como máximo exponente del bolero ranchero, una fusión creada por el binomio de compositores formada por Alberto Cervantes González y Rubén Fuentes Gassón a partir del hoy clásico Cien años, que Pedro Infante estrenó en la película XXXX en 1953. Pero, fue Javier quien mejor que cualquier otro intérprete, se identificó con este estilo desde que la multinacional Columbia le editara sus primeros discos en 1956: Amor mío y Sabrá Dios (de Álvaro Carrillo); Nunca jamás (de Lalo Guerrero); Mi último bolero (de Arturo Hassan); Cuando tú me quieras y Lágrimas de amor (de Raúl Shaw Moreno); Quémame los ojos (de Nelson Navarro), etc.

 

El boricua Julito Rodríguez Reyes fue quien lo recomendó
al director artístico de Discos Columbia, en 1955.
 

Detalle muy significativo para los puertorriqueños es el hecho de que fue un compatriota nuestro, Julito Rodríguez Reyes, entonces primera voz del Trío Los Panchos, quien lo recomendó a Felipe Valdés Leal, principal director artístico de la referida disquera, luego de haberlo escuchado cantar en el Bar El Azteca, situado en San Juan de Letrán, justo frente al famoso Salto del Agua, donde hacía sus pinitos artísticos identificándose como Javier Luquín, a fines de 1955. Alfredo «El Güero» Gil y Chucho Navarro, compañeros de Julito en Los Panchos, respaldaron su recomendación. El contrato se firmó el 15 de enero de 1956 y, ese mismo día, Valdés Leal le expresó a su nuevo artista exclusivo que, a partir de entonces, su nombre sería Javier Solís. El primer disco sencillo que se le editó (D-3057) contenía, por la Cara A, ¿Por qué negar? (de Agustín Lara) y, por la Cara B, Qué me importa (de Rafael Hernández).  

Javier Solís se escuchó muchísimo a través de la radio puertorriqueña con sus insuperables interpretaciones de Decídete y Dímelo con besos (de Ramón Inclán, 1958); Ayúdame Dios mío y Que se mueran de envidia (de Mario De Jesús); Escándalo (de Rubén Fuentes, 1960); Entrega total (de Abelardo Pulido, 1963); Para ti (de Luis Arcaraz, 1964); Payaso y Qué va (de Fernando Z. Maldonado, 1965); Cuatro cirios (de Federico Baena); Espumas (de Jorge Villamil, 1965); Si Dios me quita la vida (de Luis Demetrio); Tómate una copa (de Ramón Inclán, 1965), etc.

 

Intervino en 33 películas, dos  de las últimas,
Caña brava y Los que nunca amaron, rodadas en Puerto Rico. 
 

Nunca cantó ante el público boricua, pero en 1965, un año antes de su partida, estuvo dos veces en San Juan con motivo de los rodajes de las películas Caña brava y Los que nunca amaron. En el caso de la primera, que fue producida y dirigida por Ramón Pereda, su estadía fue muy breve, ya que la mayoría de las escenas se realizaron en Santo Domingo. En dicha cinta formó pareja romántica con la rumbera María Antonieta Pons, esposa de Pereda. Se recuerda que a los puertorriqueños les desencantó el hecho de que Braulio Castillo fuera el desalmado villano de la historia, pues entonces la imagen que lo mantenía en la cumbre de su carrera como estrella de las telenovelas nacionales era la del galán, elegante y noble. Ruth Fernández tuvo un papel destacado en este filme, en el que aparecía fugazmente el entonces quinceañero Emmanuel «Sunshine» Logroño. Cabe señalarse que Caña brava marcó el adiós definitivo de María Antonieta del mundo del espectáculo y de la vista del público para siempre. Su estreno aconteció el 19 de mayo de 1966, exactamente un mes después del fallecimiento de Javier.

 

En Los que nunca amaron, producida por Óscar García Dulzaides y dirigida por José Díaz Morales, fue uno de los tres amantes de la mexicana Ana Luisa Peluffo. Los otros dos fueron los argentinos Guillermo Murray y Daniel Riolobos. Casi toda la trama se desarrolló en el Hotel San Jerónimo Hilton hoy Condado Plaza y la escena más larga que tuvo nuestro reseñado fue una pelea a puñetazos con Murray en el área de los jardines, al cabo de la cual salía de la historia. El reparto incluyó a José De San Antón, José Yedra y Gladys Rodríguez. Esta película fue la última de las 33 en que intervino Javier Solís. Su estreno aconteció el 21 de abril de 1967, un año después de su partida. Había debutado como actor en la pantalla vía Tres balas perdidas, dirigida por Roberto Rodríguez Ruelas, al lado de Evangelina Elizondo, María Victoria, Julio Aldama y el venezolano Alfredo Sadel en 1960.

En su vasto repertorio, Javier Solís dio cabida boleros de compositores puertorriqueños, entre ellos Vengo a decirte adiós (de Irma Morillo, 1958); Entrega (de Germán Lugo, 1960); Sigamos pecando (de Benito De Jesús, 1964); Cataclismo (de Esteban Taronjí, 1965); Se me olvidó tu nombre (de Raúl René Rosado, 1965); En mi Viejo San Juan (de Noel Estrada, 1965) y Poquita fe (de Bobby Capó, 1966). En su extensa discografía, editada por la multinacional Columbia, figuran los álbumes Homenaje inconcluso de Javier Solís a Rafael Hernández y Pedro Flores (DCA 562) con grabaciones registradas en 1964 y la mucho más reciente recopilación En mi Viejo San Juan (Sony / BMG, Norte 8435 060006 2), que incluye exclusivamente boleros de autores boricuas.

La muerte de este cantante irrepetible no sólo fue llorada por sus millones de admiradores por el hecho que ocurría en el momento cumbre de su gloriosa carrera, a la temprana edad de 34 años, sino por absurda y con secuelas inexplicables. Resulta que días antes de su ingreso al Hospital Santa Elena, de la capital, se quejaba de fuertes dolores. En la referida institución consultó al médico Francisco Zubiria, quien luego de someterlo al examen de rigor, dictaminó que debía ser operado de la vesícula. Se le sometió a tal intervención quirúrgica en la mañana del 13 de abril de 1966.

Un jugo de naranja provocó su absurda y prematura
muerte cuando apenas contaba 34 años de edad.
 
 

Lo inconcebible del caso es que, a pesar de que luego se descubriría que el doctor Zubiria no era cirujano y que éste, a raíz de ello, desapareció misteriosamente, Javier se sintió mucho mejor y se esperaba que fuera dado de alta el día 21. Pero, echando a un lado las instrucciones que se habían impartido, tanto a las enfermeras como a él, de que no podría ingerir líquidos hasta que un médico capacitado se lo permitiera, valiéndose de zalamerías y sus dotes de seductor, convenció a una de ellas de que le trajera un jugo de naranja, pues ya no podía soportar la sed. La fatal reacción de su organismo ante el elemento cítrico de dicho líquido fue lo que lo llevó a la tumba.

Los tributos discográficos que le rindieron otros intérpretes, tanto mexicanos como centro y sudamericanos durante los meses que prosiguieron a su deceso, fueron numerosos. El boricua Daniel Santos, por ejemplo, le dedicó el álbum Recordando a Javier Solís (Velvet, LP-1336).  

Cuatro mujeres, cada una identificándose como “su esposa”, se presentaron ante los foros judiciales reclamando legalmente la potestad de sus bienes. Estas fueron: Enriqueta Valdés Hernández, Socorro González, Yolanda Mollinedo y Blanca Estela Sáinz. Todas mostraron como evidencia sus respectivas actas de matrimonio, lo cual indicaba que el artista se casaba una y otra vez sin divorciarse. Entonces trascendió que acostumbraba casarse identificándose con nombres falsos. Por ejemplo, en el acta matrimonial de Enriqueta aparecía como Gabriel Siria Martínez. Y en todas estas uniones, más en otras en las que no medió casamiento, tuvo descendencia. Otra fémina, Betty Meléndez, cantante promocionada como «La Reina de la Cumbia», también resultó beneficiaria, pues Javier le pagaba un seguro de vida. Esta y otros capítulos de su intensa vida agigantaron su leyenda.

Par de años después, los ejecutivos de la multinacional Columbia se dieron a la tarea de encontrar otro intérprete con las cualidades necesarias para, bien promocionado, llenar su vacío en lo que respecta a ventas de acetatos. Así, en 1969, entró a engrosar su catálogo de estrellas otro destinado a la inmortalidad: Vicente Fernández, quien casi de inmediato se acreditó sus dos primeros jitazos con El Rey (de José Alfredo Jiménez) y Volver, volver, volver, de Fernando Z. Maldonado. Sin embargo, aunque se esperaba que siguiera una línea interpretativa similar a la de su antecesor, éste se inclinó hacia el estilo bravío que caracteriza a la ranchera y demás expresiones campiranas tradicionales. En cambio, su hijo Alejandro, incorporado a la compañía hoy Sony Music casi un cuarto de siglo después, sí evidenciaría marcada influencia del estilo impuesto por Javier.

Como señalamos al principio, el fervor que el público le profesaba era tan inmenso, que varias instituciones la Asociación Nacional de Actores (ANDA) y la Asociación de Mariachis, entre ellas lo seleccionaron oficialmente para completar, con Jorge Negrete (1911-1953) y Pedro Infante (1917-1957), la denominada Trilogía Mítica de la Canción Ranchera, imponiéndose su figura sobre las de otras tan importantes como Tito Guízar, Miguel Aceves Mejía, José Alfredo Jiménez, Antonio Aguilar, Luis Aguilar y Juan Mendoza.

Además del carisma y el inmenso talento que los convirtió en inmortales, otra virtud compartía Javier con sus homólogos Jorge y Pedro: contrario a la creencia generalizada entre millones de sus admiradores, los tres eran abstemios. Igualmente, los tres compartían la misma debilidad: las mujeres. 1-fin

 

M.L.O. / KTA.
Abril de 2011.

 

 

 

 

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